Nací llevando mi traje de piel fina y delicada.
Mi madre me compro mi primer disfraz, uno rosa, de ese modo me distinguían de los varones y evitaban un equivoco con mi educación. Ese oscuro color era un adelanto de todo el sufrimiento y las barreras injustas que debería afrontar.
Me dieron una muñeca, jugaba a ser mujer. Madre, ama de casa, nadie se preocupo por preguntarme si no era de mi preferencia escalar árboles o ensuciarme en el barro.
Cambiaron a gusto mi disfraz, tal como una muñeca. Fui bailarina y demostré mi belleza y gracia, también vestí de cuadrille para honrar a mi familia y como si fuera poco vestí blanco para comulgar mi falsa religión.
Los disfraces me perseguían en mi vida. Cubrí con un velo de claros tules mi rostro para mostrar al mundo mi virginidad. Luego, fui forzada a jurar fidelidad, lealtad y obediencia. Al abandonar esa fiesta lance un ramo llena de alegría, con el tire mi dignidad y mi amor propio, sin olvidar de mi libertad.
Llegue a mi casa y al salir de la ducha, al secarme delante del espejo, me vi tal cual era. Llevaba un traje exclusivo de piel, por el diseñador Divino. Comencé a sentirme vacía. El espejo turbio mostraba un ser natural, sin mascaras ni mentiras. Ardo y me quemo, resplandezco. Ya siquiera soy yo.
Necesitaba de mis disfraces. Había días de que odiaba toda la farsa que cargaba en mis hombros y otros en los que simplemente me aprovechaba de ella.
Me vestí de ejecutiva y pude entrar a varios despachos.
Simule ser prostituta y recibí ofertas.
Use un traje de monja y me pude colar hasta en el infierno.
Conseguí ropas de cuero y metal, luego unas de fina y suelta bambula. Fui marginada.
Camine por la ciudad como una anciana, algunos me ayudaron a cruzar la calle y otros me lazaron al piso y robaron mi bolso.
Regrese a mi casa, me desnude. Use mi traje de piel cansada y sin etiquetas. Dormí y vestí mi traje de sueños inalcanzables.
Desperté casi a las seis. Me puse una bata de toalla y caminé descalza por el piso de madera sin brillo. Desayuné sola y rodeada de basura.